2 de febrero de 2013

Cocina de sabores, cocina de valores

Los modelos alimentarios de las clases dominantes (nobleza y alta burguesía) encontraron en la Edad Media su perfecta expresión gastronómica en los libros de recetas de cocina. Este género literario nuevo, cuya función era, sobre todo, profesional, nació en Europa entre los siglos XIII y XIV. Destinados a los cocineros de la corte o de las casas de las familias urbanas acomodadas, estos textos permiten comprender el cambio decisivo que se había producido en el gusto y en la cultura gastronómica con relación a la época romana. Algunos aspectos de esta cultura se habían conservado (por ejemplo, la tendencia a mezclar los sabores, lo amargo con lo dulce, lo dulce con lo salado), pero otros eran novedosos y originales. Así, en tanto que la cocina romana no había utilizado las especias más que con moderación, limitándose casi exclusivamente al uso de la pimienta, en adelante se recurrirá a los condimentos de manera masiva, aconsejándose el empleo de una gran variedad de sustancias aromáticas  desde el jengibre hasta el clavo, pasando por la canela, apropiados para acompañar todo tipo de platos (carnes, gachas, pescados, legumbres). Dosificados y contrastados sabiamente, estos sabores aportaban a la cocina medieval un gusto consistente y picante. Las especias, muy costosas y, por esta razón, muy apreciadas como signos exteriores de riqueza y de poder, formaban parte, igualmente, en la composición de las salsas, que eran el complemento indispensable de las carnes. Ácidas y magras, elaboradas a partir de productos como el vino, el vinagre y el zumo de cítricos, estas salsas eran radicalmente distintas, por su consistencia y su sabor, a las salsas dulces y grasas, hechas a base de mantequilla y aceite, que se pondrán de moda a partir del siglo XVII. De este modo, parecía perfilarse los contornos de una koiné gastronómica europea, que admitía, en todo caso, las particularidades regionales (numerosos platos recibían un nombre que indicaba su procedencia geográfica, pero incluso aunque fueran inventados, ello no representaba un menor significado de esa conciencia de diversidad local). Se revelaba, sobre todo, la existencia de reglas y de modelos estéticos comunes, así como una dilatada circulación de ideas y de personas entre los diversos territorios europeos. Se prestaba especial atención, no solamente a los sabores y a la consistencia de las carnes, sino también a su aspecto, y en particular a su color: numerosos ingredientes se recomendaban, no tanto en función de su sabor, como por su capacidad de aportar un color determinado (el azafrán para el amarillo, el aceite de almendras o la crema de arroz para el blanco.
En los últimos siglos de la Edad Media, la calidad de los alimentos terminó por actuar, de manera cada vez más explícita y rigurosa, como un sitio exterior de prestigio que la ideología de las clases dominantes tendía a fijar, recurriendo a la estabilidad de los estereotipos alimentarios para reflejar una pretendida estabilidad de los papeles sociales. Tal actitud no era nueva en absoluto. En la Alta Edad Media se pretendía valorar la "calidad" de una persona en función de la "calidad" de su alimentación y se insistía en en la necesidad de que cada uno comiera juxta suam qualitatem ("conforme a su calidad"). Pero entonces el fenómeno adquiría un carácter  sobre todo, cuantitativo (se trataba, simplemente, de saber si comía poco o en abundancia). En el curso de los siglos siguientes es cuando esta actitud se reviste, además, de un significado cualitativo que sirvió de fundamento ideológico para diferenciar, de manera real y creciente, los regímenes alimentarios respectivos de los pauperes y de los potentes. Al término de la Edad Media, el aspecto basado en la calidad era, por entonces, particularmente predominante y todos los alimentos (los tipos de pan, las clases de carne, los pescados, las legumbres, las frutas) eran objeto de una "identificación" y de una "prescripción" social. Los tratados de agronomía recomendaban a los campesinos el consumo de productos burdos (el centeno y el sorgo, por ejemplo), presentándoselos como más apropiados para su modo de vida. Los tratados médicos argumentaban con teorías, de forma explícita y "cientificamente" rigurosas, sobre la diversidad de los regímenes alimentarios de los campesinos y los hidalgos, prometiendo males y enfermedades para aquellos que se nutrieran con alimentos no adaptados a su rango: el rico tendría problemas de digestión si tomaba sopas pesadas, mientras que el estómago grosero del pobre no sería capaz de asimilar manjares selectos y refinados. La relación entre la "calidad" del alimento y la "calidad" de la persona se postulaba, pues, como una verdad absoluta y ontológica, e incluso se llegaba a establecer correspondencias entre la jerarquía humana y la jerarquía "natural", entre las posiciones sociales y la "escala" de los recursos alimentarios: por ejemplo, se consideraban más nobles y, por tanto, buenos para los hidalgos, los recursos que se encontraban en los árboles, como las frutas, o en los aires, como las aves; por el contrario, se estimaban como viles, y, por tanto, buenos para el pueblo, los que se encontraban a ras del suelo, incluso bajo la tierra. No por pura casualidad una ideología alimentaria como ésta fue precisada, definida y codificada entre los siglos XIV y XVI, es decir en el curso de un periodo caracterizado a la vez por una gran movilidad social y por una tendencia de las clases dominantes a reforzar la afirmación de sus privilegios y a replegarse sobre ellos. Trasmitida por la Edad Media a la Edad Moderna, esta ideología habría de ser, durante algunos siglos más, un ineludible punto de referencia de la cultura europea. A cada uno lo que le corresponda y que cada uno se quede en su lugar.

Massimo Montanari Diccionario razonado del occidente medieval

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